Treinta años de pedagogía progre

Con casi un cuarenta por ciento de paro juvenil, alcanzado laboriosamente a lo largo de treinta años mediante una sucesión de leyes educativas progresivamente delirantes, la ministra Celáa tuvo el cuajo de darle una nueva vuelta de tuerca al buenismo pedagógico para permitir que los alumnos vayan a la selectividad aunque tengan alguna asignatura suspensa.

Desde hace ya bastantes años las universidades españolas se han visto obligadas a ofrecer eso que llaman “cursos cero” para intentar paliar las oceánicas deficiencias con que los alumnos llegan a ellas, procedentes del bachillerato, tras pasar la selectividad. Me temo que a partir de ahora tendrán que ofrecer también “cursos menos uno”.

El fanatismo ideológico es lo que tiene, se niega a aceptar responsabilidad alguna por los errores cometidos. Es más, se niega a aceptar que pueda cometer errores. Si las recetas pedagógicas que la izquierda lleva treinta años imponiendo producen resultados catastróficos, lo que procede no es rectificar, sino incrementar la dosis una vez más. Llevan treinta años haciéndolo. En cuanto resultó evidente que no había modo de ocultar el fulminante desastre que supuso la LOGSE, el partido socialista la sustituyó por la LOE, que era más de lo mismo pero peor. Por ejemplo, la LOE introdujo la aberración de conceder el derecho a la huelga a los alumnos. ¡A menores de edad que se están formando con cargo a los impuestos! Los más deletéreos resultados de tan revolucionaria innovación están a la vista en Cataluña, donde los profesores independentistas la aprovechan para manipular con fines políticos a sus indefensos alumnos.

Tampoco es que la derecha se haya mostrado muy interesada en deshacer el entuerto. Se conoce que la patronal de la enseñanza privada y concertada saca buenos beneficios del desastre educativo: toda familia con capacidad económica huye de los centros de enseñanza públicos e incrementa su clientela. Los que padecen realmente las consecuencias del desastre educativo producido por la pedagogía progre son las clases sociales más desfavorecidas, a las que se engaña con el regalo de unos títulos de bachillerato que ni certifican conocimiento alguno ni sirven para nada.

Sin embargo, hace algo más de treinta años, justo antes de que el PSOE se apropiara del sistema de enseñanza con el consentimiento de la derecha, este cumplía perfectamente con su función. Según puede leerse en el minucioso estudio estadístico elaborado por Francisco López Rupérez en su libro El legado de la LOGSE, hasta justo antes de la entrada en vigor de esa funesta ley España mejoraba sus resultados educativos a mayor ritmo que Corea del Sur, un país que ahora lleva décadas en el «podium» de la enseñanza mundial y es ya todo un referente para el buen hacer a ese respecto. España, por el contrario, obtiene cada vez peores resultados incluso en cosas tan básicas como la comprensión lectora. Tampoco es de extrañar, dado que incluso el aprendizaje de nuestro propio idioma común, el español, se ve cada día más dificultado por los sectarismos políticos regionales.

Así pues, no es que en España hayamos sido siempre incapaces de organizar un sistema de enseñanza en condiciones. Demostrado está que somos capaces de obtener magníficos resultados. Habrá que concluir pues que a nuestra clase política no le interesa que así sea. Al parecer, a nuestras élites políticas y económicas les da miedo la competencia. Nuestras élites prefieren sabotear el ascensor social que es un sistema de enseñanza de calidad, no vaya a ser que el talento procedente de las clases populares se desarrolle más de la cuenta y los desbanque de sus ancestrales privilegios. Nuestras élites abominan de eso que llaman la “destrucción creativa”, que consiste básicamente en que el poder político no se inmiscuya en la libre competencia entre las empresas. Las empresas crecen a base de talento hasta que se esclerotizan, y entonces son desbancadas de su puesto por otras más jóvenes y ágiles. Salvo, claro, que el poder político intervenga para impedirlo de forma más o menos descarada.

Actualmente nos encontramos ante un nuevo desafío para la creación de empleo: la robotización. Esta nueva ola de automatización de los procesos económicos se diferencia de las anteriores en que va a sustituir a humanos por robots en puestos de trabajo que requieren un elevado nivel de cognición. Las que se van a automatizar ahora no son labores puramente mecánicas, sino trabajos como conductor de camión o traductor. Y España va a tener que enfrentarse a esa robotización con un cuarenta por ciento de paro juvenil y unos titulados universitarios con problemas de comprensión lectora. El futuro no parece muy esperanzador, dada nuestra declinante competitividad, pero es el predecible resultado de treinta años de leyes educativas delirantes. Un suicidio económico y social anunciado.

Por el contrario, Corea del Sur, ese país al que superábamos en resultados educativos hace poco más de treinta años, está ahora también a la cabeza de ese exigente proceso de robotización. Corea del Sur es el país más robotizado del mundo: 710 robots por cada diez mil trabajadores activos. Pese a ello, su tasa de paro es del 4,9%, mientras que España tiene un 15,6%. Y eso sin contar los cientos de miles que están en ERTE; contándolos, la tasa sube a más del 17%. Pero, claro, los universitarios surcoreanos no solo no tienen problemas de comprensión lectora, sino que se han formado buscando la excelencia. En Corea del Sur nunca se implantó nada parecido a la LOGSE. Al parecer, las élites políticas y económicas surcoreanas cumplen con sus funciones bastante mejor que las españolas. No chalanean entre ellas para blindar a unos financieros y empresarios ineptos ante la destrucción creativa. Nunca se apropiaron del sistema de enseñanza para impedir que cumpla su función de ascensor social y nunca lo dedicaron al adoctrinamiento partidista. En suma, las élites surcoreanas afrontan los enormes retos actuales confiando en el talento de sus ciudadanos, que promueven y desarrollan de manera eficaz mediante un sistema de enseñanza digno de tal nombre.

Hace unos meses, el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, que obtuvo el título de doctor con una tesis escrita por otros, ofreció una cena en Barcelona al presidente surcoreano, Moon Jae-in, en visita oficial a nuestro país. El presidente del gobierno regional catalán, Pere Aragonés, se negó a participar en el acto porque asistía el rey. Es de suponer que el mandatario surcoreano se quedara un tanto atónito por ese hecho. El pobre no puede ni imaginar a qué pavorosos extremos de estulticia es capaz de llegar un país tras treinta años de pedagogía progre.

Gonzalo Guijarro Puebla