Opinión

«Ruido y pocas nueces»

En la vida de nuestro alumnado, cada vez hay un ruido más confuso de egos, disperso en millones de blogs, Facebooks, Tik-Toks, Twitters, Whatsapps, Instagrams, etc. y sobredosis de horas ante su móvil o ante un ordenador, una consola de juegos o la televisión. Una vida alejada de la vida, una realidad paralela que colma su sed de experiencias y le aleja de otro ruido: el de la sociedad, la política y la economía, no menos confuso. Decía Ortega y Gasset que la técnica libera a la persona de sus necesidades, incluyendo en éstas a las necesidades superfluas que surgen del propio desarrollo tecnológico. Esa vida artificial que generan las nuevas tecnologías en torno a los adolescentes sirve para liberarles de ciertas necesidades naturales y abrirles un conjunto de nuevas posibilidades creativas, pero al mismo tiempo les restringe y les condiciona a tener que resolver los nuevos problemas que la misma tecnología ha generado.

Hace un tiempo vengo observando, en las clases y en los patios, un cambio en el comportamiento de los chavales que afecta a la construcción de su identidad y a la socialización. No seré yo quien juzgue el valor de las nuevas tecnologías, pero su irrupción ha sido exagerada y desmedida, hecho que ha venido a complicar aún más las ya complejas y variadas relaciones interpersonales de los individuos en los centros educativos. Alumnado cada vez más aislado en los patios pendiente de un “Me gusta” o jugando en red en vez de jugar en las pistas; alumnado ciberacosando y siendo ciberacosado; alumnado grabando clases y profesorado siendo grabado; alumnado adicto a cualquier pantalla, con una atención cada vez más dispersa y totalmente desnortado.

Como profesor de Lengua y Literatura, me preocupa la competencia lingüística del alumnado, sobre todo en lo referente a dos destrezas básicas: la lectura y la escritura (en otra ocasión analizaremos cuánto hablan y qué poco dicen; lo poco que escuchan, para todo lo que oyen). El alumnado cada vez lee menos textos continuos, que requieren atención y cierta concentración, que exigen tiempo para entender y cierta pausa para comprender, textos en los que hay mucho que aprender y aprehender. El alumnado está continuamente expuesto a textos discontinuos y fragmentarios; el alumnado cada vez lee más en Z y en F, simplemente escaneando la información, sin profundidad, sólo buscando ciertas palabras o ideas y eliminando el resto, en un afán por responder rápidamente, sin ahondar ni profundizar en los mensajes. Esta ausencia de reflexión y análisis en la comprensión afecta directamente a la expresión. El alumnado escribe peor (cada vez hay más disortografías, provocadas por dislalias y dislexias, así como otros problemas) y asistimos a una curiosa paradoja: el alumnado de hoy escribe más que nunca (en distintas plataformas de mensajería instantánea), pero escribe poco y mal, ya que no prima la corrección, sino la velocidad de respuesta a un estímulo y la pseudocomunicación (que incluye un pseudolenguaje de emoticonos, gifts, fotos, etc). Además, muchas actividades interactivas que se les proponen sólo consisten en respuestas tipo test, en completar un hueco con una o dos palabras o en escribir una definición corta de memorieta. El alumnado se va malacostumbrando a escribir poco, a que no se le exija expresar con claridad una idea o desarrollar un tema en profundidad, de manera ordenada, con coherencia y cohesión, haciéndole reflexionar sobre lo que escribe, para que sea capaz de advertir los errores y corregirlos para no volver a cometerlos.

En esta cuestión del abuso de ciertas tecnologías y su incidencia no sólo en la competencia lingüística (últimamente se ha publicado un estudio de la Universitat de les Illes Balears sobre el empobrecimiento de las habilidades lingüísticas en niños y niñas de 11 y 12 años, publicado en la revista científica Children.), sino también en la competencia matemática (recientemente se ha publicado un informe de la Fundación COTEC que muestra que el uso de dispositivos electrónicos provoca un menor rendimiento en estudiantes de matemáticas en 22 países y en las 17 comunidades autónomas españolas analizadas) habría que pensar y posibilitar un debate constructivo sobre si los centros educativos deberían o no contribuir a controlar y/o evitar tanta sobreexposición a las pantallas. Quizás deberíamos seguir el ejemplo de los “CEOs” de las grandes tecnológicas (Google, Microsoft, Apple, entre otras), cuyos hijos asisten a centros donde se prohíbe el uso de cualquier dispositivo en las aulas hasta ciertas edades, ya que reconocen (y por algo será) que sus beneficios en ciertas etapas del desarrollo son limitados debido a que merman la creatividad, disminuyen la comprensión y, sobre todo, generan una gran adicción, con las consecuencias conocidas.

Ignacio José García García