«El docente desterrado»

Existen docentes que viven desterrados, en eterna expectativa de un destino definitivo. Son docentes nómadas desplazados por distintos motivos, forasteros que cambian de centro cada curso o varias veces en un curso, con una implicación variable y un compromiso arbitrario debido a la incertidumbre del que está de paso. Son docentes migrantes que, con tantos traslados, se sienten intrusos en los centros de acogida, extraños en entornos cambiantes. Trabajan con la inseguridad de la falta de permanencia y continuidad, unos con ilusión y entrega pese a todo, otros con la frustración y la apatía lógicas. Son docentes itinerantes en perpetua alerta ante las cada vez más escasas vacantes que se ofertan, porque cada vez hay menos provisión de puestos de trabajo que ocupar –ya que se siguen cerrando más y más unidades públicas, sólo públicas–, y porque la Administración se reserva muchas vacantes definitivas, manteniéndolas como provisionales debido a que dan más juego y más margen de maniobra a la hora de colocar efectivos, es decir, porque a la larga se ahorran desplazamientos y supresiones. Incluso son docentes que viven pendientes, como interesados o afectados, de que ciertas plazas en ciertas materias se ofrezcan o no como bilingües (ahí muchas directivas entran en juego y casi eligen a sus pretendientes). Son docentes que buscan un lugar en la vida, pendientes de un sitio donde asentarse.

Otros docentes viven otro tipo de destierro, una especie de exilio interior. Son disidentes de la comunidad educativa a la que pertenecen, aislados y excluidos simplemente por sublevarse u oponerse a las cada vez más frecuentes imposiciones burocráticas (“aBoerridos”), obligaciones no tipificadas y exigencias extraescolares. Este exilio voluntario representa bien una forma de protesta para evitar la persecución, bien un acto de vergüenza y dignidad frente al abuso de poder o, incluso, una manera de aislarse para poder aprovechar el tiempo para otros asuntos. Estos docentes viven como parias en sus propios centros, pagando un alto precio por pensar y decir lo que piensan, que suele ser lo contrario al canon establecido, siendo obligados a callar y a cumplir las normas (sobre todo las no escritas), amedrentados con continuas presiones que intentan socavar su entereza. Alejados de lo políticamente correcto, humildemente se afanan por ejercer su profesión honradamente y con libertad, cumpliendo con su deber y limitándose a enseñar y a que su alumnado aprenda una materia, contribuyendo a que se forme como una persona crítica, que comprenda y razone y no asuma ni acate. Estos docentes sufren la animadversión de sus superiores y la antipatía de sus compañeros, quedando expuestos a situaciones injustas y represalias. Muchos acaban rindiéndose, pero, como diría el Capitán Alegría en Los girasoles ciegos: “un rendido es un enemigo derrotado, pero sigue siendo un enemigo”. Peores son los que se rindieron y huyeron, convirtiéndose en desertores de la tiza que, por seguir con el símil, son “un enemigo que ha dejado de serlo”.

Unos y otros forman parte de claustros cada vez más variopintos y cambiantes curso tras curso, condenados a una falta de continuidad que dificulta la coordinación a corto plazo y cualquier planificación a largo plazo, así como el afianzamiento de cualquier plan, proyecto o programa que al final se convierten en meros pasatiempos temporales, consentidos y sin sentido, que desplazan la obsoleta educación formal (y los denostados estudio y esfuerzo), apostando por la educación no formal y por la informal. Pero esa ya es otra cuestión.

Ignacio José García García